Y la vida se hizo cine
Los Cuatrocientos Golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) de François Truffaut es uno de esos hits que pocos directores se anotan en sus carreras con su primera realización. Su elección para la competencia del Festival de Cine de Cannes en 1959 fue ya una proeza, y recibir el premio al mejor director en el mismo certamen era casi tan improbable como que un niño criado a varias manos, que pasó por múltiples escuelas, labores y hasta por un reformatorio y un convento, llegara a ser un director reconocido. Esas son las sorpresas que nos tenía guardadas la vida a Truffaut y a nosotros, por fortuna.
Hacer una reseña sobre un solo film de Truffaut sin mirar el universo de su filmografía no sería comprensible y sería incluso irresponsable, pues Los Cuatrocientos Golpes son el comienzo de la exploración sincera y autobiográfica de este autor, la cual seguiría desarrollando con el pasar de los años en algunas de sus películas, sobre todo en la serie relacionada con la vida de Antoine Doinel –conformada por cuatro largometrajes: Los Cuatrocientos Golpes, Besos Robados (1968), Domicilio Conyugal (1970) y El Amor en Fuga (1979), y un cortometraje: Antoine y Colette (1962)–, nombre de quien fuera su álter ego y protagonista de su ópera prima y de las mencionadas películas posteriores. Truffaut no sabía hacer cine sin hablar de sí mismo, o quizás sabía pero no le interesaba. Lo dijo él claramente: “Realmente no puedo hacer diferencia entre vida y cine, en lo que a mi respecta. Y en Los Cuatrocientos Golpes había poco engaño y mucha sinceridad: era mi primer film”. Y precisamente es esta la característica incorruptible de la Nouvelle Vague, ese movimiento francés de finales de los años cincuenta del cual Truffaut no solo hizo parte, sino que impulsó con este filme, dándole su tono. Este movimiento, que comenzó con una nueva visión de directores jóvenes y noveles en hacer cine, tendría su distintivo en creaciones cercanas y la cotidianidad de sus personajes, en la espontaneidad y sobre todo en la importancia del papel del director dentro de un largometraje. Es cierto que no fue un movimiento duradero, pero Truffaut supo engrandecerlo haciendo parte del mismo y siendo fiel para siempre a lo que significaba para él la nueva forma de hacer cine en Francia en aquella época: un cine personal y autobiográfico en lugar de uno lleno de artilugios comerciales para asegurar el éxito.
Truffaut comenzó sus realizaciones cinematográficas con varios cortometrajes como Una Visita (Une Visite, 1955), Los Traviesos (Les Mistons, 1957) y Una Historia de Agua (Une Historie d’eau, 1958), pero pronto se sintió frustrado con el resultado y decidió convertir parte de su vida en un largometraje que dio como resultado Los Cuatrocientos Golpes, basado –como ya es claro–, en su biografía y en sus aventuras, las cuales tienen material suficiente para escribir una novela pero que Truffaut decidió convertir en serie fílmica. Para entender la importancia de esta historia, hay que darle un rápido vistazo a la propia vida del director, que no tuvo un fácil comienzo, pues su madre se embarazaría de 20 años, para vergüenza de su familia y su padre biológico se daría a la huida tras conocer la noticia. Fue criado hasta los tres años por una nodriza, hasta que sus abuelos maternos decidieron encargarse de su crianza. A la edad de 10 años, enfrentaría la muerte de su abuela teniendo que irse a vivir con su madre y su padre adoptivo, desatando una tensión contenida entre los tres desde las visitas que estos le hacían en casa de su abuela. Dormía en una cama plegable a la entrada de su hogar, tal como puede verse en el filme, y fue expulsado de varias escuelas debido a su mal comportamiento y sus escapadas para asistir a cine. Robert Lachenay fue su amigo inseparable hasta el día de su muerte y es representado en la película por René, de quien obtuvo la complicidad necesaria para sus múltiples travesuras.
A Truffaut siempre le inquietó la niñez –tal vez porque la suya no fue como él lo hubiera querido– y por esta razón quiso ahondar en su filmografía en temas de infancia, como en El Niño Salvaje (L´Enfant Sauvage, 1969), La Piel Dura (L´Argent du Poche, 1976), y por supuesto, en Los Cuatrocientos Golpes, realizaciones francas que engrandecen y aluden a la infancia como eje central, buscando explorar y tratando de entender –a lo mejor– lo absurdo del por qué de los acontecimientos que él mismo padeció.
Pensando en aportar a la sinceridad que requería su primera cinta, Truffaut convocó a través de una revista, a adolescentes de 13 años para el casting de su ópera prima. Entre estos, participó Jean–Pierre Léaud; a quien con solo verlo respondiendo unas preguntas que de forma natural se le planteaban, supo Truffaut que podría interpretar a su álter ego sin mayores dificultades. En el fondo, Antoine Doinel, Francois Truffaut y Jean–Pierre Léaud compartían tantas similitudes que sería complejo descifrar dónde termina el uno y comienza el otro. No de forma gratuita Los Cuatrocientos Golpes son un retrato vívido de la primera infancia de Truffaut, donde cada anécdota descrita le sucedió a éste como a Antoine. Léaud interpretaría entonces a Antoine durante toda la serie que le dedicó el director mientras exorcizaba su vida de los fantasmas que siempre lo habían perseguido; y mientras lo hacía, Antoine y Jean–Pierre crecían en edad y en experiencias e iban superando los obstáculos que el mismo Truffaut había sabido superar con presteza durante su vida.
La película nos muestra a un Antoine aguerrido, indiferente, apático con sus superiores –incluyendo a sus padres–, un niño por completo inocente jugando al rudo, para no pensar en el por qué del sufrimiento y de la vida que le tocó vivir. Se ve involucrado en toda suerte de travesuras hasta que una le cuesta caro, pues su padre decide enviarlo a un reformatorio, donde puede observarse una de las secuencias más dicientes de este largometraje: Cuando la patrulla de policía se aleja, vemos a Antoine con una mirada de desprotección, abandonado nuevamente a su suerte por quienes se supone debían ocuparse de él. Ya en el reformatorio, sostiene una conversación con su madre en la que ésta le hace ver cómo todo es responsabilidad de él, y somos testigos con nostalgia –nuevamente–, de la mirada necesitada de Antoine, quien solo buscó siempre ser comprendido y apoyado. En la secuencia final del filme, Antoine corre hacia el mar después de haberse fugado del reformatorio para jóvenes y nos deja su rostro fijo en la última toma, haciéndonos partícipes de esa mirada que ya nos es familiar en él y que refleja su vulnerabilidad, pero también quizás la esperanza que al mismo Truffaut le ofreció la vida y que, mirándola en perspectiva, valió mucho la pena. Un cierre digno del cine de Truffaut quien nunca quiso brindarnos finales simples y obvios, muy por el contrario; sus películas, tal como la que nos ocupa, dejan abierta la puerta a la interpretación de quien las ve, de modo que los espacios puedan ser llenados al amaño de nuestra imaginación.
Será por esta razón que seguimos buscando esa esperanza -que se adivina en los ojos de Antoine en la última escena de Los Cuatrocientos Golpes-, en toda la serie de la vida de Antoine Doinel, donde vemos a un ser humano en diferentes épocas de su vida, con profundas carencias afectivas, tratando de matizarlas entre otras formas, a través de las relaciones con las mujeres de su vida –al igual que Truffaut–, pero cayendo siempre en los mismos errores, una y otra vez. Sin embargo, al final, Truffaut decide apiadarse tanto de Antoine como de nosotros, y le apuesta a su liberación en Amor en Fuga –película final de la serie–, dejándonos claro que esa mirada final de Los Cuatrocientos Golpes sí era de esperanza. Esa esperanza fue la que nos permitió tener cerca a un grande como Truffaut, de quien siempre supimos que viendo su cine, podríamos ver a través de él.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 103 (Medellín, agosto/septiembre, 2013), p. 43-45
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2013
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