El universo lúgubre de Lee Chang-dong
También coreano, pero no por eso igual a sus congéneres, Lee Chang–dong es uno de esos contadores de historias que nos ha regalado la vida y el cine, esperando a ser descubierto. Después de haber sido profesor de lengua coreana, novelista y guionista, comenzó su carrera filmográfica en 1997 con Green Fish (Chorok mulkoji) narrando los sucesos de un ex – soldado que regresa a su pueblo natal y se termina involucrando con una banda criminal. Con tan solo seis películas hasta ahora, no se necesita más para verificar la contundencia de su cine. Con cada nuevo largometraje, solo nos reafirma su mirada sobre la vida, y el trato a sus personajes nos lleva quizás a vislumbrar su entendimiento del papel que como seres humanos tenemos en este mundo, que no es como el que habíamos imaginado si no uno adverso muy distinto al que quisiéramos, uno que corrompe al más inocente, que pasa por encima del más noble, que solo tiene destinado dolor y sufrimiento para el que ha tratado de vivir una vida anónima y apacible, encerrado solo en sí mismo. Así es el universo filmográfico de Chang–dong y es el que vemos en Peppermint Candy (Bakha Satang, 1999) su segunda cinta. A diferencia de sus otros films, este es contado en un flashback continuo de cinco momentos en la vida de Yongho –comenzando en el presente y terminando en el año 1980–, que nos llevan, solo al final, a unir todas las piezas del infinito rompecabezas de desmoronamiento de un hombre, cuya falta de autoconsciencia lo lleva a perderse en su propia miseria casi sin comprenderlo. Yongho es un ser tan incoherente como muchos de los que habitamos este mundo, con un sufrimiento tan real que podemos sentirlo –algo que terminará sucediéndonos siempre con las historias de este director–.
De esa misma forma podemos palpar el dolor de la pareja de Oasis (Oasiseu, 2002), que le valdría el premio al mejor director en el Festival de Cine de Venecia de 2002, y en la que una mujer con una severa discapacidad mental y física, y técnicamente abandonada por su familia, es acogida y protegida por el hombre que atropellara a su padre en el pasado: un individuo igualmente repudiado por su núcleo familiar, con una leve discapacidad cognitiva y totalmente al margen de la sociedad, quien es el único capaz de discernir la belleza que subyace tras la capa física de la mujer.
Posteriormente llegaría una de sus películas más premiadas, Secret Sunshine (Milyang, 2007), basada en un cuento llamado “La Historia de un Bicho” de Lee Cheong–jun. En esta, somos partícipes de un momento de la vida de Lee Shin-ae cuando decide mudarse con su pequeño hijo a Miryang, el pueblo natal de su difunto marido. Al poco tiempo de llegarsu hijo es secuestrado y ella decide refugiarse en un culto religioso buscando hallar consuelo. Una soberbia y sentida actuación de Jeon Do-yeon, la hizo merecedora, con total justicia, al Premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cine de Cannes de 2007; con ella sentimos exactamente el dolor de la pérdida de alguien a quien amamos, la necesidad de encontrar un consuelo y el profundo vacío que se siente cuando todos se han ido y estamos solos a la merced de nuestros pensamientos. Las creaciones del surcoreano parecieran querer decirnos que todos estamos buscando siempre algo a que asirnos para ser felices o creer que lo somos, aun cuando esto a veces quizás sea solo humo. Sin embargo, todo seguimos haciéndolo y Chang–dong sabe reflejarlo con total maestría en la pantalla.
Hasta este punto no quedan dudas, además, de la impecable dirección de actores, pues las actuaciones son tan increíblemente reales que olvidamos al actor y podemos casi palpar al ser humano que hay detrás, como si ese sufrimiento fuera realmente suyo y nuestro. Para adentrarnos de lleno en su universo realista, el director no escatima en detalles; son protagonistas los primeros planos, la puesta en escena y la música. Todo es válido para acercarnos a la realidad de la vida del que sufre, del que lo ha perdido todo, de quien está totalmente devastado. Sin hacer uso de demasiada parafernalia, estamos de frente ante gente real que sufre como todos. En este mundo fílmico hay un canto claro a la desesperanza. Aun cuando todos sus personajes tratan de hallar paz, no existe tal cosa en el cine de Lee Chang–dong, pues el mundo no es condescendiente y la redención solo es pasajera, porque el vacío infinito de cada alma es perpetuo.
Con sus dos últimos trabajos, Poetry (Shi, 2010) y Burning (Beoning, 2018), Chang–dong alcanza tal nivel de maestría en la simpleza, que queremos esperarlo, queremos más de su cine, más de su ingenio. En Poetry, película con la cual Chang–dong de nuevo gana en Cannes –esta vez el premio al mejor guión–, una abuela de escasos recursos es encargada por su hija divorciada de cuidar a su nieto adolescente, mientras la anciana trabaja, para sobrevivir a duras penas, como empleada doméstica de un hombre mayor con discapacidad. Entre su Alzheimer incipiente y su capacidad de apreciación de lo que la rodea, Mija trata de acercarse a la poesía mientras lidia con los avatares adolescentes de su nieto. En esta cinta se mezclan con sutileza la belleza y la podredumbre, lo sórdido con lo bello. Mija logra entender duramente lo que su profesor de poesía decía: “Hay que encontrar la belleza, la belleza verdadera en todo lo que vemos ante nosotros, en nuestra vida diaria. La belleza verdadera, no solo cosas que nos parezcan hermosas. Cada uno de ustedes lleva poesía en su corazón, pero la tienen presa. Es momento de liberarla. La poesía atrapada en su interior debería soltar alas y volar”. Esta es una de las capacidades más destacadas del cine de este director, que precisamente logra expresar la sordidez más desgarradora y desesperanzadora sin dramatismos exagerados, contrastándola con momentos bellos cargados de poesía visual y escrita.
Su obra hasta ahora la completa Burning, un film basado en el cuento corto “Barn Burning” del afamado y popular escritor japonés Haruki Murakami. El film, que compitiera por la Palma de Oro del Festival de Cine de Cannes del mismo año de su estreno, cuenta la historia de Lee Jong–su, quien después de muchos años se reencuentra con Shin Hae-mi, una compañera de colegio de quien se vuelve cercano y termina enamorándose. Sin embargo, pronto ella viaja a África –viaje que tenía planeado previamente–, y para sorpresa de Jong–su regresa con un novio joven, adinerado y atractivo. La relación de los tres teje una historia insospechada de celos, desdén y rencor. De nuevo, la dirección de actores, la fotografía y la musicalización ratifican la extrema habilidad y soltura del director. No hay dos películas iguales en su cinematografía; sin embargo, reconocerlo en medio del sinfín de elementos comunes, una vez se está familiarizado con su cine, no es tan complejo, y Burning resume ampliamente dichos elementos: La muerte, el amor, la belleza y la poesía en cualquiera de sus expresiones. Lee Jong–su, como todos los personajes de la obra de este director surcoreano, es un ser tratando precariamente de conservar la dignidad en medio del dolor y de las preguntas que produce la ausencia total de certezas. Todos sus protagonistas buscan encontrar respuestas y asirse a un lugar seguro para refugiarse: El de Peppermint Candy en su primer amor, el de Oasis en el cuidado de un tercero indefenso, la madre de Secret Sunshine en el culto religioso, la abuela de Poetry en la poesía misma, y el futuro escritor de Burning en los recuerdos de su amor fugaz y en la obsesión por el novio de la mujer a quien ama.
Director, guionista, poeta de palabras y de imágenes, Lee Chang-dong es capaz de lograr que sintamos vívidamente lo que busca expresar y de encontrar lo bello en la peor fealdad y podredumbre, uno de esos nuevos exponentes coreanos que ya pasa de ser una moda y que nos regala con cada obra la contundencia de la impronta de su cine. Es alguien que seguiremos con avidez y confiamos que su cine, realista y crudo, nos siga acompañando.
Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 127 (Medellín, julio/septiembre, 2019), p. 21-24
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2019
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