Construyendo recuerdos con Scola
Ettore Scola hace parte de una ola de directores italianos surgidos después de los años sesenta del pasado siglo, sucesores del neorrealismo que representaron realizadores como De Sica, Rossellini y Visconti; los nuevos autores –entre los que se encontraba Scola- quisieron hacer un cine diferente al del neorrealismo pero sin dejar de explorar las consecuencias del largo período fascista de su país y rompiendo los esquemas de la comedia y del drama, lo que permitió que aflorara un cine italiano también muy personal y que caracterizó las realizaciones de aquellos años.
Scola nació en Trevico, Italia en 1931 y estudió derecho en Roma; sin embargo, se vio más atraído por la caricatura y el humor desde que, siendo aún un niño, leía a su abuelo ciego el semanario de humor Marc’Aurelio, a donde fue a parar con apenas 16 años y donde por fortuna conoció a Ruggiero Maccari y Federico Fellini, quienes serían sus amigos y cómplices. Comenzó entonces su larga carrera haciendo gags para los guiones humorísticos escritos por Vittorio Metz y Marcello Marchesi –a quienes también conoció en el semanario–. A partir de 1952 comienza a trabajar con Ruggero Maccari en la elaboración de guiones de comedias, principalmente para los directores Dino Risi y Antonio Pietrangeli, con los que llegó a realizar alrededor de 70 libretos que le granjearon una merecida fama como guionista. Es finalmente en 1964 cuando decide embarcarse como director –oficio que lo acompañaría ya para siempre– y filma su primer largometraje, llamado Hablemos de mujeres (Se permettete parliamo di donne), compuesto por varios sketches (formato muy usado en el cine de comedia de su época) y con el cual comienza una larga relación profesional con quien sería uno de sus actores fetiche, Vittorio Gassman. A partir de ese momento el talento de ambos se mezclaría en grandes proyectos que no habrían sido lo que fueron sin la maestría de Scola y la versatilidad de Gassman.
El novel director adopta en sus primeras realizaciones un estilo estéticamente transparente, más semejante al de Dino Risi y Mario Monicelli que al de Antonioni y al del infaltable Fellini, influyentes representantes del cine de aquella época. De aquel momento vale la pena recordar El demonio de los celos (Dramma della gelosia, 1970), la primera colaboración entre Scola y Mastroianni y el principio de otra gran amistad. En 1973, cuando realiza Trevico-Torino (Trevico- Torino: Viaggio nel Fiat-Nam), comienza la segunda etapa de su filmografía. En esta, Scola da un giro en sus historias y, sin abandonar su gracia, irrumpe en un cine más dramático, donde es imperiosa la necesidad o quizás la obsesión por mostrar la realidad humana desde un punto de vista cercano y cotidiano y en ocasiones –por qué no– descarnado. A partir de entonces comienza un período donde la comedia sería el background y no la protagonista, en un marcado contraste con el cine que solía escribir para otros directores. Abonado ya el terreno, crea en 1974 su primer gran éxito, Nos habíamos amado tanto (C’eravamo tanto amati), protagonizada por Vittorio Gassman, Stefania Sandrelli y Nino Manfredi -quienes también seguirían estando presentes a lo largo de su obra-, acerca de cuatro amigos que militaron en la resistencia contra el fascismo y que luego, durante los siguientes 30 años, cambiaron; y no solo ellos, sino también la historia de Italia y por tanto el entorno en el que estaban circunscritos. Bien lo menciona el personaje de Antonio (caracterizado por Nino Manfredi) cuando expresa que “queríamos cambiar el mundo y el mundo nos cambió a nosotros”.
Posteriormente, Scola retoma la sátira –que tanto había usado en sus inicios como director–en Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976), donde muestra de forma clara su posición política en cuanto a la desigualdad, que a su parecer había construido en Italia aquella democracia cristiana con la que jamás estuvo de acuerdo. La película aborda la vida de una familia numerosa de clase baja que vive en muy malas condiciones económicas y de salubridad, y los límites a los que los conduce esa situación. Es un gran acierto tanto para la actuación de Nino Manfredi como para plasmar la visión del director de la Italia de los años setenta.
Después, en la misma senda de Nos habíamos amado tanto, Scola dirige en 1977, Un día muy especial (Una giornata particolare), su gran obra maestra, la cual se hizo merecedora de todos los aplausos y con mucha razón. En esta explora, con un diáfano sentido del drama, la relación entre dos desconocidos que dejan de serlo el día en que Adolfo Hitler visita a Mussolini en Roma en 1938; un ama de casa y un homosexual (interpretados de forma muy contundente por Sofia Loren y Marcello Mastroianni) parecen compartir más de lo que parece a simple vista, pues ambos viven sus vidas en una farsa que los deprime y los convierte en seres vulnerables y atormentados. En Nos habíamos amado tanto y Un día muy especial, Scola deja sentadas de nuevo sus ideas políticas e ideológicas y, usando como disculpa la voz de sus personajes, alude de modo recurrente a su desprecio al fascismo, como lo hace por ejemplo con Gabriele (Mastroianni en Un día muy especial), quien ha sido despedido de su trabajo por sus ideas antifascistas.
De ahí en adelante, el director lleva a cabo una serie de películas que se alternan entre la contemporaneidad y la historia, y enfatiza su pasión por la coralidad que siempre se le dio tan bien. En estas cintas prevalece uno de los rasgos más marcados de su cine, ese protagonismo que otorga a seres comunes, normalmente agobiados con su vida y sin grandes esperanzas, con quienes Scola no fue precisamente compasivo en su forma de caracterizarlos. De esta serie sobresale La terraza (La terrazza, 1980), que cuenta la historia de varios amigos que han estado unidos a lo largo de los años y donde el telón de fondo es una cena en la terraza de uno de ellos, que se convierte en la disculpa para perseguir a cada personaje al salir de allí y regresar de nuevo cada vez, para contar la historia del siguiente. Posteriormente llega La noche de Varennes (La Nuit de Varennes, 1982), con la cual recrea el suceso acaecido en Francia en 1791, cuando Luis XVI y Maria Antonieta tratan de escapar de incógnito de París pero son finalmente arrestados en Varennes por la multitud. Ambientada en un contexto histórico, como Scola suele hacerlo en sus largometrajes, juega con el suceso dotándolo de toda suerte de artificios y de personajes que, aunque con certeza no fueron testigos de los hechos, le dan a estos el inconfundible toque “scoliano”.
En El baile (Le bal, 1983), una de esas películas que podrían llamarse disruptivas en la carrera de un director, hace un recorrido por la historia de Francia, teniendo esta vez como disculpa un salón de baile que va cambiando junto con sus personajes, de acuerdo con los sucesos acaecidos en el entorno del país. La cinta tiene la particularidad de no tener ningún diálogo en sus casi dos horas de duración, pues la música y los cambios en el salón son lo suficientemente elocuentes por sí mismos. En la misma década realiza dos grandes filmes en extremo sensibles y cercanos: La familia (La famiglia, 1987), y ¿Qué hora es? (Che ora é, 1989). En el primero, somos testigos de la vida de un hombre de familia desde su nacimiento hasta el momento en el que cumple 80 años, interpretado de nuevo por Vittorio Gassman, quien ve su vida pasar, siendo partícipe a su vez de los cambios en las experiencias de los integrantes de su familia y de su cuñada, con quien siempre compartió un amor imposible. Se trata de una historia sensible que permite entrever la propia preocupación de Scola con el paso inclemente e ininterrumpido de los años. En ¿Qué hora es?, Marcello Mastroniani encarna a un prestigioso abogado que ha dedicado su vida más al trabajo que a su familia, y Scola nos permite acompañarlo en la visita a su hijo durante un día completo, en el que descubre con una tristeza en crescendo que todos en la nueva ciudad de su hijo parecieran conocerlo mucho más que él mismo. ¿Qué hora es? es una realización dotada de gran sinceridad y cercanía que nos hace comprender e identificar vívidamente los sentimientos de padre e hijo.
Ya en la década de los noventa su largometraje más recordado puede ser La cena (1998), que hace parte también de sus construcciones corales, en la que la cámara nos permite presenciar las conversaciones que se producen en cada una de las mesas de un restaurante italiano y participar de las vicisitudes de los comensales. En 2003 hace Gente de Roma (Gente di Roma), la que por largos años se pensó sería su última película. Sin embargo, la nostalgia y el aprecio por su amigo de vida Federico Fellini lo llevaron a hacer en 2013, Qué extraño llamarse Federico (Che strano chiamarsi Federico), el cierre más auténtico de una gran carrera como guionista y director y su última realización. En esta película menciona las coincidencias en la vida de ambos, pues con solo ocho años de diferencia –primero Fellini y después Scola– ambos llegan al Marc’Aurelio, se convierten en guionistas y luego en directores, y los une la amistad con Ruggero Maccari y Mastroianni y, por supuesto, su eterno amor por el cine. Quién sabe si fue también la nostalgia la que lo llevó a rendirle un homenaje en vida a algunos de los directores italianos a quienes más admiró, pues le dedicó Nos habíamos amado tanto a De Sica, e incluyó allí mismo una escena de Eclipse (L’Eclisse, 1962) de Michelangelo Antonioni. Sin embargo, hay algo que sí sabemos con certeza y es que es nostalgia lo que sentimos cuando Scola nos regala a lo largo de su filmografía –sin premeditarlo– esa secreta complicidad que produce ver la transformación física de aquellos actores que siempre hemos admirado como Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Jean-Louis Trintignant y Nino Manfredi, además de permitirnos ser testigos de la consolidación de su gran carrera como intérpretes. Esa complicidad logra además que nos sintamos más cerca de él y del mundo que transcurre en su mente y que Scola ha convertido magistralmente en guiones que nos han acompañado como uno de esos grandes regalos del séptimo arte.
Y es que Ettore Scola nos dejó mucho más que su cine. Como lo dice Luigi, el personaje interpretado por Mastroianni en La Terraza, a su esposa Carla, “en la cena de 1965, no sabíamos que estábamos preparando recuerdos”; Scola tampoco sabía que estaba preparándonos recuerdos con su versátil y prolífica producción fílmica. Y serán estos recuerdos con los que nos quedaremos, ahora que decidió partir el 19 de enero de 2016 a hacerles compañía a sus grandes amigos de siempre, Fellini y Mastroianni.
Referencias:
– Beylie, C. (2006). Películas clave de la historia del cine. Barcelona, España: Ediciones Robinbook.
– Gili, J., Sauvaget, D., Tesson, C., & Viviani, C. (2008). Los grandes directores de cine. Barcelona, España: Ediciones Robinbook.
Publicado originalmente en el Cuadernillo digital de la revista Kinetoscopio 2016-I (Medellín, 2016), p. 6-9
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2016
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